jueves, febrero 21, 2008

Terrena Inferna (Primera parte)

- ¡Demonios!- Una vertiginosa marabunta de argumentos cruzó por la mente de William Emanon al sentir el gélido metal acariciándole la nuca.

- ¡Dije que soltaras esa maldita pala! – Ordenó amablemente el detective, mientras oprimía un poco más el cañón del arma contra la cabeza de Emanon. - ¡Y levanta las manos sin intentar pasarte de listo! ¡Creéme que en este momento sólo necesito un pretexto para perforarte la cabeza! – La voz del policía era determinante. - ¡Date la vuelta len-ta-men-te!

- ¡P-puedo explicarlo todo! – Emanon obedeció sin titubeos al engabardinado que no cejaba de apuntarle. Al quedar de frente al tipo que le amenazaba, no pudo evitar esbozar una tímida sonrisa. Era obvio que anteriormente se había topado con aquel hombre. También era obvio que no era favorecido por su simpatía. En efecto: el detective Hannibal Arkoff, del Departamento de Investigaciones Especiales (D.I.E.), había sido coprotagonista de William Emanon en varias de sus correrías, la mayor parte de ellas como actor renuente de las mismas. Algunas veces compartiendo el mismo lado, en algunas otras no. De cualquier manera, no era un alivio para William la presencia de su viejo conocido en ese preciso momento. - Arkoff... ¿Puedo aclarar todo esto? Es de vital importancia que me escuches...

- ¡Cállate necio! ¡En la Central lo explicarás todo cuando se te tome declaración! – Apoyando las palabras de Arkoff, que no dejaba de encañonar a Emanon, un oficial llegó a esposar al sospechoso y, acto seguido lo guió hasta introducirlo a la parte trasera del auto patrulla.

Todos callaron durante el viaje. Al llegar a la “Central” (Centro de Detención Criminal Preventiva), Emanon sufrió en carne propia los embates del poder burocrático habitual, antes de poder hacer una llamada telefónica infructuosa y, posteriormente, ser recluido en una húmeda y mohosa celda.

No le quedó mayor consuelo que rumiar su coraje: Nadie se había molestado en escuchar su versión de los hechos. Lo habían tratado peor que si se tratara de una bestia. Emanon se sentó en el camastro, apoyó sus codos en sus rodillas y agachó la cabeza entre ellas. Cada segundo de espera conformaba una eternidad por sí mismo. Una temeraria rata que había osado deambular a manera de burla por la celda terminó aplastada por la poderosa suela derecha del cautivo. Emanon sonrió satisfecho al constatar que el animal no se movería más y pateó su regordete cuerpo hacia un rincón oscuro.

Unas pisadas parsimoniosas y firmes comenzaron a conformar el ruido de fondo de aquel recinto. El eco exageraba de manera superlativa cada paso, y a su vez, cada uno de ellos sumergía progresivamente el ánimo de Emanon. Bajo la verdosa línea luminosa que se escapaba por la parte inferior de la puerta de la celda, se adivinaba una sombra que se acercaba al unísono del rítmico conjunto de pisadas, hasta que ambos fenómenos cesaron su avance. Un estrujante ruido de llaves y maldiciones se ocupó de sustituir la anterior cacofonía y, por fin, la puerta cedió. Un hombre enfundado en una gabardina beige se acercó hasta quedar parado justo a escasas pulgadas frente a Emanon. Este recorrió visualmente desde los enlodados mocasines italianos, el pantalón verde musgo, el sobretodo, la corbata a rayas mal acomodada, la camisa percudida hasta la férrea mirada acusadora de su visitante. Arkoff se había dignado a realizar su triunfal aparición. Emanon profirió un improperio en voz baja.

- ¡Señor... William... Emanon! ¿Qué vamos a hacer con usted? – El policía sacó un cigarrillo de entre sus ropas y lo encendió con una cerilla, que posteriormente arrojó hacia el mismo rincón donde Emanon arrojara el cuerpo de su reciente víctima. La rata, aún con vida, contrajo los músculos del lomo al sentir el calor del proyectil aún encendido del detective. Tras una pausa, obligada por una prolongada inhalación, Arkoff soltó una azulosa bocanada de humo y se acomodó en el camastro, imitando la postura de su interlocutor. – Tienes cargos por conducir a exceso de velocidad y con presunta imprudencia, por participar en trifulcas, por pirómano, por golpear policías, en fin... ¡Pero con un maldito demonio!...- Los ojos de Arkoff estaban por saltar fuera de sus órbitas. - ¡Profanar tumbas y cercenarle la cabeza a los cadáveres de unos monjes! ¡Eso es pasarse de la raya! – Evidentemente la consternación del policía evolucionó en cólera. Dio tres fumadas más a su cigarrillo para después arrojarlo a donde la rata.

- Arkoff... ¡Por favor, hombre!... De nada sirve que te exhaltes, ni que te pongas histérico. Déjame hacer una llamada a...

- No es necesario. Tus patrones ya enviaron a la caballería. ¿Sabes algo? – Arkoff le ofreció a Emanon un cigarrillo, a la par que se disponía a encender otro. - Me mudé a Legnadabria porque lo consideraba un país pequeño e insignificante. Creía que esto era más tranquilo que Londres y París. Y lo primero que me encuentro es a criminales como tú caminando tan campantes de la mano de cuanta basura paranormal se les puede ocurrir. – Emanon no pudo evitar sonreír. - ¡Créeme que se me esta agotando la dosis de paciencia con ustedes! ¡Esto no es normal! Ni siquiera sabía que existía este estúpido lugar y heme aquí en pleno país de las pesadillas. – Arkoff tomó aire y trató de calmarse, no era tampoco muy normal que fumara un cigarro tras otro. - Ahora bien... explícame con detalle lo que hacías en el monasterio Anrefni Anerret desenterrando y decapitando cadáveres.

- Arkoff... ¿Hannibal? ¿Puedo llamarte así? – Emanon miró con cansancio al detective mientras éste asintía también con fastidio. Emanon sonrió nerviosamente y comenzó a negar con la cabeza mientras se recargaba en la pared y se preparaba como quien se dispone a contar una gran historia shamánica a los miembros más jóvenes de la tribu. Miró de reojo a su expectante interlocutor, que no dejaba de analizar su lenguaje corporal.- De acuerdo Hannibal, verás: sucede que existe un orate que dice ser supremo sacerdote de una orden que adora a un parademonio llamado Harphagon. Este imbécil cree tener la capacidad de invocar las almas de los demonios menores, servidores del tal Harphagon y hacer que se sirvan de los cuerpos de los monjes ya muertos para resucitar. Según sus mismas creencias, si se decapitan los cuerpos huéspedes, los demonios menores no podrán poseerlos y, por lo tanto, no podrán manifestarse físicamente ni ayudar al tipo este a dominar el mundo. Cuando mis socios y yo descubrimos eso decidimos tomar cartas en el asunto.

- ¡Vaya! – Arkoff se recargó en la pared con las manos entrelazadas tras su nuca, fijando su mirada en la nada, y meditando lo que Emanon le contara. Luego miró a Emanon con gesto de mortificación, mismo que dió paso paulatino a una expresión burlona y se coronó con un estallido de carcajadas. Emanon rompió a reír también. - ¡Será mejor que espere a que lleguen tus amigos!... Realmente estás experimentando un mal viaje, amigo Will. – Arkoff se reincorporó y se dirigió hacia la puerta de la celda. – Pero antes de que te largues de aquí, te voy a mandar al médico para que sepa qué demonios te metiste en el cuerpo. – Arkoff salió de la celda y nuevamente el ruidero de llaves y maldiciones volvió a presentarse, seguido del concierto de pasos que se marchaban.

- ¡Por Ghalaph! – Emanon sopló sobre las cenizas del cigarro que le aceptara al detective y se recostó a lo largo del camastro. No quería imaginarse siquiera lo que le esperaba cuando saliera del encierro. No cabe duda, la vida es dura.


Mientras tanto, Arkoff se sorprendía a sí mismo encendiendo un cigarrillo más en lo que recorría el pasillo que lo sacaría de la zona de reclusión preventiva para dirigirse a su oficina y preparar el papeleo de la detención y la fianza que se pagaría para que Emanon saliera libre esa misma noche.

- Harphagon... tal parece que después de tantos años la mención de ese nombre me provoca aún escalofríos. ¡Maldita sea! En más de veinte años sólo he perseguido sombras, y hoy, que ya estoy a punto de tocar las puertas de la senectud, por fin estoy sobre algo en concreto. Malditos sectarios... me pregunto si serán los mismos de los que hablaba Emanon... – Arkoff lucía un semblante poco afable a la vista de sus compañeros de trabajo. En ese momento sus pensamientos y conjeturas le daban más bien un aspecto hosco.

- Detective Arkoff... – La voz chillona de una secretaria le sacó de sus pensamientos. – ¿Gusta que le lleve café?

- Sí. Por favor... y avíseme cuando el detenido salga. – Arkoff entró a su despacho con la cadencia de un autómata.

Al cerrar la puerta, se despojó de su gabardina y la colocó en un perchero viejo que estaba estratégicamente colocado para cubrir la humedad que comenzaba a botar el papel tapiz de la pared. El hombre se dejó caer pesadamente sobre el sillón tras su escritorio, abrió uno de los cajones y comenzó a hurgar en él. Encontró un sobre amarillento y de su interior sacó varios recortes de periódico, fotografías y algunas reproducciones de viejos informes policíacos. Arkoff extendió los papeles en la superficie del escritorio y comenzó a observarlos pensativamente. Buscó en sus bolsillos y descubrió que sus cigarrillos se habían terminado. Arrugó el envase vacío y lo arrojó al cesto de basura. Un leve toquido en la puerta llamó su atención.

- Adelante.

- Aquí está su café detective... – La secretaria dejó una taza deshechable sobre el escritorio, acompañada de unos sobres de sacarina y crema en polvo. – ¿Se le ofrece algo más?

- Sí. Consígueme otros cigarrillos. – Le extendió un par de billetes a la chica sin apartar la vista de los recortes y las fotografías. – Y que sean de cajetilla dura, por favor.

La secretaria salió contrariada de la oficina. Después de todo, ¿a quién en su sano juicio se le ocurre pedir cigarrillos bien entrada la madrugada?

(continuará)

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