jueves, marzo 26, 2009

El color del miedo

El despertador ameniza mi resurrección onírica con esa rola exquisita de sus satánicas majestades y la lástima que sienten por el diablo que se presenta a sí mismo en los recovecos de la letra de su canción, mientras le inyecta energía y vitalidad a mi mañana. A las siete de la mañana el sol de Abril aparece maravilloso iluminando la habitación y llenándola de color. De un brinco despego en una trayectoria parabólica de mi cama para tomar las sandalias y la toalla, un refrescante baño vigorizante hará maravillas con mi ánimo y mejorará mi olor y mi aspecto.


Mientras siento la caricia de las gotas de agua que me impulsa la regadera sigo cantando y bailando al ritmo de ese amor moderno británico, idílico; mismo que sólo se ve en las películas musicales viejonas que tratan de tipos duros que rescatan a princesas rockstars de las manos de los sátrapas imperecederos que, por más estoperoles y pelos parados y mugrosos se pongan, no dejan de ser más que la infame copia del caballero negro o del pistolero desalmado, que invariablemente busca partirle la madre en piezas minúsculas al muchacho chicho de la película gacha con expresión “yongüeinesca”; más aún así me parece una manera excelente de recibir la llegada de un día más.


No existe mayor sensación de poder que el hecho de tomar el jabón Zest y sostenerlo frenéticamente emulando a Freddie Mercuri mientras canta bajo la presión camaleónica de un tipo que tiene los ojos de colores, es increíble la forma de tallarse que desarrolla uno mientras se describe la falta de fe que predomina en las calles de rostros enajenados y oscuros, a la par que se busca salir frenéticamente de uno mismo anunciándose el último baile que nos ofrece la vida, siempre y cuando se encuentre la fe perdida en una mancha de luz.


Es difícil no perder el control de la situación cuando un arpegio siniestro me anuncia la llegada del hombre que intentó vender al mundo, otra vez los matices, nuevamente la personalidad esquizoide escondida tras la magistral interpretación que logro emular mientras le grito al Shampoo Frutis de manera apasionada y totalmente discordante.


Realmente me resulta cautivante el trayecto que hago del baño humeante y lagrimoso hacia mi recámara, mientras la famosa canción de la abejita me endulza los oídos y me refuerzan la idea de que la vida el día de hoy se portará generosa conmigo. Mientras escucho sus alegres acordes de guitarra cruda con su melodía inocentona y plagosa en la combinación de esa vocecita exagerada que insiste en que la tormenta no es más que una fase necesaria en la transición de un día a otro.


Me froto insistentemente el trasero y la espalda baja con la toalla, emulando a algún modelillo pendejo (¿o quizá era un chica?) de algún anuncio televisivo. Y, al momento de terminar la pieza musical en cuestión, recuerdo que el tipejo que canta terminó en una bolsa de plástico porque su vida le resultaba jodidamente insoportable. ¡Vaya!, la primera dosis de realidad asalta la seguridad de este inocuo capullito de fantasía que yo mismo me he creado. Pero aún así, no hay nada que se compare con esta hermosa experiencia de despertar cada mañana.


Me acerco al clóset y busco la combinación perfecta que vaya de acuerdo con la algarabía que experimento en este momento, mientras contoneo mi cintura al compás de las voces de los cuervos cantantes que invocan en su interpretación la presencia de alguien que perfectamente pudo haberse llamado en nuestro ámbito sociocultural Señor Pérez (¿o acaso será López?). He encontrado la combinación perfecta: una deliciosa camisa naranja con un pantalón caqui. Sólo falta completar la indumentaria con los accesorios adecuados.


Doy una oteada rápida al cajón que contiene mis calcetines y el resto de mi ropa interior y logro encontrar unos calcetines de cocoles bastante monones, que combinan a la perfección con la vestimenta que he elegido usar el día de hoy. Los zapatos deben ser más oscuros que el pantalón y combinar con el reloj y el cinturón, es una regla de oro que con la cual me programó mi ex (hasta que por fin logró convertirse en mi ex); es simpático notar cómo es que las personas circulan intermitentemente a lo largo de nuestras vidas, mientras que las acciones se quedan programadas en nuestra conducta. No cabe duda que somos animales costumbristas. Mientras, un tipo de voz rasposa me trata de convencer que el amarillo es el color que mejor le va a la vida; en lo personal me quedo con su historia de aquél escolapio que decidió quitarse la vida enfrente de su clase debido a que su papi no le hacía caso. Así de patéticas y estúpidas son las existencias de muchas personas que conozco, la diferencia es que al menos el chaval de la anécdota decidió ponerle el punto final a la historia y no ventilarla entre paréntesis frente a la mirada curiosa de algún psicoanalista.


Busco entre las cosas del tocador una fragancia que haga juego con mi estado de ánimo, al principio me había decidido por las maderas, pero una base de cítricos creo que me ayudará a pasarla de mejor humor. Un águila calva me rememora las experiencias de la juventud ya escapada con veranos llenos de testosterona y de fluidos corporales presenciales en solitario y en compañía de la chica de los ojos bellos que no volví a ver nunca más después de aquél verano. Miro de reojo el reloj y noto que han pasado cerca de 15 minutos… me queda poco tiempo. Pero aún el suficiente para poder salir a darle de comer al perro y tomar un gran desayuno con hojuelas de maíz edulcoradas y leche deslactosada, que quizá sea más agua tintada que verdadera secreción láctea vacuna. Mientras tanto, una nueva evocación al pasado bucólico donde unos abuelos miran morir su amor en la rutina diaria de una pared de ladrillos amarillos que se cae de vieja entre requintos y tamborazos nostálgicos me hacen recordar lo tarde que comienza a hacerse… así que una rápida oteada al desmadre que tengo en la sala me permite ubicar la hoja del periódico que marqué ayer por la tarde. Vuelvo a releer y verifico los datos. De acuerdo, doy con el perfil profesional y con la experiencia. Calculo el tiempo de traslado por esta caótica ciudad, que cada vez es menos amable y más agreste con sus hijos menos asiduos. De cualquier manera, verifico que los papeles que me avalan estén dentro del portafolios que arreglé desde anoche. Los checo una y otra vez. Dos veces dos… Antes de ponerme mi saco paso al baño para lavarme los dientes. Acabo de notar que necesito una pronta limpieza dental, dado que el cigarro y el café de los domingos por la noche con los amigos comienzan a dejar huellas palpables en mi dentadura. Además esta incipiente gingivitis comienza a inquietarme un poco. Tras darme las acostumbradas cepilladas, procedo a enjuagarme mientras evito mojarme la ropa y mancharme las manos de pasta ensangrentada. Una vieja leyenda me habla de las carencias afectivas y de valores, de futuros inciertos, de promesas rotas y de esperanzas perdidas en una sociedad abrumada por el consumismo carnavalesco del que somos víctimas cada vez que encendemos la televisión. Me doy una última checada en el espejo y verifico que mi peinado esté correctamente estructurado. Corto de los lados y de atrás, un poco abultado en el copete y arriba.


Sin mayor demora, busco mis llaves y el dinero que he dispuesto para marcharme. Muy pronto enfrentaré el tan temido mundo laboral. Y me dirijo a callar a unos viejos dinosaurios que me ordenan en un coro estridente que me quede calladito y quietecito. Termino de checar los apagadores y doy una nueva oteada a mi perro para checar que tenga agua y comida suficientes durante mi ausencia. Es en ese momento cuando veo surcar en el cielo dos trayectorias esponjosas entre las nubes. Dos trayectorias que les arrancan pedazos de ese vapor de agua que las componen y que los arrastran con su vapor de combustible quemado. Había visto esas trayectorias en aviones supersónicos con anterioridad. Pero se trataba de una que otra cada período de tiempo en años. En una ocasión había visto un par que se cruzaban, eso fue en una muestra de las acrobacias que pueden hacer nuestras fuerzas aéreas. Pero nunca había presenciado dos trayectorias tan parejas…


Me dirijo a la puerta y justo al momento de abrirla veo el destello blancuzco frente de mí. Luego siento la ola de calor. Todo va del amarillo al blanco. Brillante. Deslumbrante. Atemorizante. Desconsolador.


Mi periódico cae, pero se carboniza antes de tocar el suelo. Mi piel revela varios colores antes de desaparecer en una masa negruzca y dejar al descubierto músculos y grasa cocinándose. Afortunadamente, después de la gran ola de calor, dejo de sentir y mis sentidos poco a poco se apagan. Lo último que escucho es un aullido ahogado de mi perro. Y todo se vuelve negro…


Absolutamente negro y en silencio…

jueves, marzo 19, 2009

Última voluntad

Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo. Bien pude reconocer esas cejas perfectamente delineadas. Esas cejas brillosas de pelo grueso, negro azabache... como si fueran espinas perfectamente domadas para enmarcar una de las miradas que más me ha trastornado en mi vida. La mirada de ella. Sí, ella... Pero en esta ocasión no había mirada... sólo unos párpados amoratados que se asomaban majaderamente de la sábana que cubría el resto del cuerpo.

Ahí estaba yo en la morgue para reconocer su cuerpo. Ahí estaba yo, de entre toda la gente que la conoció y que convivió con ella, para hacerme cargo de lo último que quedaba de su envoltura material.

De acuerdo a lo que encontraron en sus pertenencias, había una tarjeta con instrucciones detalladas de lo que debía hacer yo con su cuerpo. Nada del otro mundo: asegurarme de que no le hicieran la autopsia y de que la incineraran para después esparcir en el jardín botánico sus cenizas. Cerca del árbol donde alguna vez a mí se me ocurriera tallarle mi juramento de amor. Un juramento que, a pesar de lo que no pasó entre nosotros, estaba muy segura que yo cumpliría y llevaría a cabo con ésta última voluntad que expresara a través de esa estúpida tarjeta. Un viejo trozo de papel guardado en su cartera por años en espera de ser utilizado. Confiaba demasiado en que mi amor por ella me llevaría a cumplir esa última voluntad. Y sabía perfectamente que ese simple acto me bastaría para adivinar que, al final, se dio cuenta de que también en una parte de su alma había un poco de amor para mí. Jamás entendí esa parte de su orgullo... jamás lo comprendí del todo. Sólo me bastó con aceptarlo.

Hacía más de 15 años que no sabía nada de su vida. Más de 15 años en que tuve que permitirme seguir mi vida sin ella y olvidarla, aparentemente, por completo.

Hace más de 30 que la conocí. Desde un principio me llamó la atención y me inspiró un fuerte impulso por abrazarla. Por protegerla, por cuidarla y evitar a toda costa que padeciera de algún modo. Jamás lo logré. Básicamente porque jamás pude estar a su lado. Jamás pude encontrar un momento... o un tiempo.

Durante casi 10 años convivimos como amigos y en ese tiempo poco pude hacer para hacerle saber de mis sentimientos hacia ella. Sin embargo, me parece que en esos años fue moldeando una imagen idealizada de mí como un sujeto de confianza y de integridad moral. Quizá fue porque jamás me permití, ni se permitió, lastimarla. Siempre traté de ser un apoyo, una ayuda, un puente, un soporte... y tal parece que así trascendí... como todo eso, siendo un apoyo, una ayuda, un puente y un soporte inanimado que sólo se utilizara cuando fuera necesario, pero que de otra manera, ni siquiera se le extrañaría. No la culpo, ni me doy golpes de pecho por ello, durante esos años yo no representaba (ni entonces y creo que nunca) lo que ella buscaba en una pareja. Me quedé en la pasmosa zona del AMIGO.

Pasaron los años y nos perdimos la pista. Sin haber sido nunca algo más que un deseo platónico para mí, se convirtió en un parámetro para mi búsqueda de pareja en los años siguientes. Lo cierto es que jamás la pude encontrar en alguien más. A veces me consolaba con encontrar una parte deella, pero sentía que amaba a alguien incompleto y apócrifo.

Hubo un momento en que bien pudimos haber retomado camino y haber iniciado algo, pero ambos estábamos muy ocupados en nuestras respectivas vidas. Estoy casi seguro que hubo circunstancias en las cuales, mientras yo abandonaba un lugar, ella iba llegando con alguien más. Quizá estaba escrito que nunca estaríamos juntos. O quizá nos saltamos ese párrafo del libro de la vida. A veces prefiero pensar que alguien arrancó esas hojas y las tiró a la basura. De cualquier forma ya es muy tarde para que pueda indignarme por ello.

Más adelante, gracias a las redes sociales, nos volvimos a encontrar. Aún conservaba esa mirada profunda y triste que me atraviesa el alma y que me hacía querer convertirme en la sonrisa en su espejo, en el suspiro dedicado, en la causa de que pateara piedritas en el parque. Perdí 10 años en ese instante. Pero de inmediato los recuperé. Recordé que yo era un hombre casado con una trayectoria hecha y estaba en plena cimentación del porvenir de mi familia.

Nuevamente, no fue nuestro tiempo.

Sin embargo, recuperamos al amigo, al confidente. Hubo un gran intercambio de anécdotas, de confesiones, de pequeños reclamos escondidos en preguntas inocuas y que a la distancia de los años ya no podían hacer ningún daño. La conocí de otra manera, la conocí realmente y comprendí que fue una fortuna que jamás fuera nuestro tiempo y momento. Porque ÉSE era nuestro momento y tiempo precisos. Ser oráculos a la distancia, amigos cuidadosos, confidentes queridos y apreciados por la ausencia física y presentes en la vida virtual. Es curioso leerte en palabras de alguien a quien amaste con todas tus ganas y descubrir que aún te emociona hacerlo al margen de los hechos y de los años.

Así fue como me enteré de muchas cosas que, estando de cuerpo presente, quizá jamás me hubiera enterado. Así fue también como le di a ese amor platónico de años, la proporción correcta. No sólo un rostro amable, sino todo un contexto real, con el cual no estaba de acuerdo del todo. Así fue como me di cuenta que este momento, en el que estoy frente a su cuerpo sin vida, no me sorprende para nada.

Oía sin escuchar al oficial que me describía cómo había sido el accidente en el que ella murió. La parte que ella me permitió conocer, me daba la pauta necesaria para saber que no se trataba de un hecho fortuito, sino provocado por ella misma. Desde siempre le había gustado coquetearle a la muerte, ya fuera con acciones directas o matándose de a poco con todos sus excesos y automedicaciones. De la perorata del tipo aquél de la bata alcancé a entender que su muerte había sido instantánea. "Eres toda una cabrona" pensé para mis adentros "Quizá no viviste, ni alcanzaste lo que querías de este pinche mundo a plenitud... pero te fuiste de él como bien lo habías deseado siempre..." O quizá si lo hizo, sólo que yo no me enteré.

Me alcanzaron una papeles para firmar y aceptar hacerme cargo de las gestiones para no permitir la autopsia, que según sé se hace de oficio en estos casos. En la misma tarjeta estaban especificados los teléfonos de la funeraria y del lugar donde se llevaría a cabo la cremación. Así como los teléfonos de algunos familiares y amigos cercanos a quienes se les debería avisar. Se me hizo raro notar que hubo algunos nombres omitidos en la lista.

Llamé... e hice los trámites pertinentes para que todo saliera a pedir de boca, de acuerdo a sus instrucciones. En el proceso, me enteré que no hubo trabas legales para que me hiciera cargo de todo porque ella ya había previsto que ante la ley yo fuera reconocido para ser su representante legal en estos menesteres. Lo que me llama la atención es que haya considerado que yo fuera a vivir más tiempo que ella. En fin... sobra decir que no fui ni al funeral ni a la cremación. A pesar de todo, nunca me consideré una parte verdadera de su mundo, y lo último que deseaba era ser partícipe del espectáculo incómodo de responder preguntas y tener a la mano respuestas ingeniosas que no ventilaran mi desazón.

Sé que fue un abogado quien recogió sus cenizas de la casa familiar y me las hizo llegar sin mayor trastorno para mi rutina y mi familia. Firmé de recibido y guardé el paquete en un recoveco del armario. Al siguiente domingo, fui con mi esposa y mis nietos a pasear al jardín botánico y busqué el árbol. Cuando lo ubiqué, mi mano derecha sostenía la de mi esposa y mi izquierda sostenía la urna con las cenizas. Le expliqué grosso modo (sin los detalles que pudieran incomodarla) el asunto y le pedí que me acompañara a esparcir las cenizas alrededor del árbol.

Así me despedí de la chica de mis sueños, mientras estaba con la chica de mi realidad, y justo unos metros debajo de una promesa de amor que hiciera muchos años antes, tallé con una navaja una nueva promesa de amor hacia la persona que tenía a mi lado. Miré a mi esposa y no encontré rasgo alguno de aquella otra chica en ella, eso me dio gusto, porque sabía que al final había encontrado lo que había buscado... y que cualquier otro evento que se alterara en nuestro pasado hubiera modificado este momento.

Uno de nuestros nietos se acercó e hizo cara de asco al descubrir el beso pasional que protagonizaban sus abuelos. Mi esposa se rió al notar que, a pesar de los años, me sigo ruborizando cuando nuestra relación amorosa se expone. Tomé a mi nieto en brazos y lo abracé con fuerza para después besarle la cabeza. "Es igual a su padre a su edad", le dije a mi esposa. Ella me sonrió y me contestó "... y yo te amo".

Esa tarde jugamos, comimos y nos fuimos a pasear al centro comercial. Antes de partir del jardín botánico, le dediqué una última mirada al árbol, que se veía silueteado por el sol del ocaso... Y sin nada más que decir, sólo murmuré una palabra por lo bajo: "Cumplí".

jueves, marzo 12, 2009

Historia Breve 0015

Honestamente ignoro si han pasado horas, días, meses o años. Encerrado en la oscuridad y sin nada qué hacer el tiempo parece detenerse en una nata espesa que nos envuelve los sentidos y los aniquila. Hasta donde recuerdo, la última persona a la que ví fue a aquél niño estúpido que insistía en alejarme de los lugares que amo. Cada vez se ponía más tedioso el salir de todos aquellos lugares donde me arrojaba. No entendía que sólo quería estar en el desván que tanto amo. Ese desván en el que abrímis ojos por primera vez y puder ver las bolitas de polvo suspenderse en los rayos de sol que rasgaban la penunbra a través de las persianas. El estúpido niño nunca se enteró de que mi familia estaba ahí y era mi deber protegerla y estar con ellos. Sólo me veía con terror cada vez que descubría que estaba de nuevo en el desván. Si se hubiera sacudido de esos tontos prejuicios y se hubiera sacudido un poco la estulticia, se hubiera dado cuenta de que en la misma caja estaba la muñeca vieja de la niña de los rulos rojos. Y las canicas que encerraban las almas de nuestros hijos. No señor. tenía que ir a lloriquearle a su padre y ambos juntaron su ingenio para encerrarme en esta caja y hacer no sé que cosa con ella... el asunto estriba en que no he podido salir de aquí en mucho tiempo. No he visto a mi familia. Los extraño. Y la neta en este sorteo de las reencarnaciones, está bien jodido hacerlo en un chango de cuerda con platillos y una sonrisa estúpida.

(esta historia es un homenaje al cuento del mono de juguete que tantas pesadillas me provocara de adolescente, magistral y cansadamente escrito por el señor Stephen King)

martes, marzo 10, 2009

Historia Breve 0014

Hoy me he levantado y creo que he dejados olvidados algunos días en algún pantalón. Los he buscado esta madrugada y creo que se fueron a la tintorería. Espero que estén sanforizados. De cualquier manera, dudo que regresen a mí. A cambio, encontré mucha nostalgia por las ocasiones en que me iba solo al cine, por la emoción de esperar los ciclos universitarios o los festivales internacionales que me mostraban la vida en el planeta sin necesidad de padecerla... sólo de disfrutarla... así como espectador. Y quizá así como espectador de recortes y evocaciones de vida vistas por otras personas, creo que hay días que así se me han ido...

...y ahora que recuerdo... no se quedaron en los bolsillos de un pantalón que se fue a la tintorería.

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