jueves, febrero 21, 2008

La Custodia (Primera parte)


Mortirmer Hessell descansaba tras un arduo día de trabajo y oración en el seminario. Su celda era cómoda y poseía lo suficiente para cubrir sus necesidades, que gracias a sus votos de humildad, no requerían de mucho para ser satisfechas. Hacía tan sólo un par de años que Mortirmer descubrió su vocación y quiso dedicar su vida al servicio del Señor. Ya había pasado un largo rato que la soledad de su aposento le había incitado a meditar ciertos conocimientos teológicos aprendidos durante sus clases del día. Dehesas interminables de ensueño e inspiración hacían presas sus pensamientos y lo llevaban hacia lontananzas insospechadas de teorías y raciocinios. Todo ello bajo el auspicio de la fe en el creador celestial en el cual se empecinaba tanto en creer y en adorar.

Un ruido proveniente de fuera llamó su atención, quizá podría tratarse de algún animal, quizá no. El joven aspirante a sacerdote se levantó de su lecho y decidió asomarse por la minúscula ventana de su celda. Antes de alcanzar a rozar los fríos barrotes con la punta de su nariz, un nuevo sonido emanó de la espesura de la noche, instintivamente Mortirmer tomó su libro de evangelios y lo apretó con fuerza. Sus ojos buscaron al posible origen de aquella manifestación auditiva, pero no pudieron encontrar nada. Y así estuvo por un largo momento. Tras aburrirse y autorreprocharse de haber estado sacrificando sus horas de sueño de una manera tan fútil, el seminarista resolvió regresar a la frugal comodidad de su cama. Dio la vuelta en pos de su rincón y trató de conciliar el sueño.

No bien apenas cerró los párpados, una voz excesivamente dulce y melodiosa surgió desde la diminuta ventana. Mortirmer escuchó su arrullo, en una lengua tan inaudita como desconocida para él, inaudita... sí. Tal canción afectó su ser, que una vorágine de sensaciones y emociones se manifestó en un instante de manera sorpresiva. Su cuerpo se tornó fláccido y sin fuerza, a excepción de su miembro, que pareciera estallar en cualquier instante, incluso sus músculos abdominales resentían tal esfuerzo.

El canto se tornó en risa, una hilaridad irracional que parecía obedecer a cierto patrón rítmico. Mortirmer jadeaba a ese mismo compás, mientras su cuerpo se convulsionaba en perfecta sincronía. A sus propios oídos, cada cosa que escuchaba era aumentada exponencialmente, al grado de que hilillos de sangre salían tímidamente de por sus orejas. Lo cierto es que si alguien hubiera pasado cerca de su celda no hubiera percibido nada más que el concierto de los grillos a la madre noche.

Sorpresivamente una nueva sensación recorrió el cuerpo de Mortirmer. Una ligera opresión sobre su piel se manifestó. Un toque suave y terso lo recorría de pies a cabeza, a pesar de las ropas de lana que vestía el hombre. Un aroma dulzón y ciego invadió la habitación. Y Mortirmer comenzó a olvidarse de sí mismo: ni la risa, ni las convulsiones, ni la erección, ni el toque, ni el aroma parecían tener un final. Si hubiera podido controlar un poco su cuerpo, habría notado que el hombre muerto en su cabecera era consumido por unas llamas invisibles y devastadoras.

Un vaho amarillo verdoso se hizo presente. Tal pareciera que el humo de un incienso lascivo fuera atrapado en la invisible cáscara de una mujer, que se empecinaba en seducir a Mortirmer: donde antes las sensaciones sobre su piel, un cuerpo desnudo y transparente se hallaba. Aún así, el hombre no pudo evitar quedar atrapado en la mirada gris de aquel extraño ser. Poco a poco la mujer se fue materializando, es decir, se hizo visible. En condiciones de espectador ajeno a los hechos, quizá Mortirmer la hubiera confundido con alguna de aquellas jóvenes artistas que aparecían en las películas de ciencia-ficción con el cuerpo embarrado de betún verde azuloso simulando ser la visitante de algún planeta extraño y hostil, proveniente de una galaxia más allá del espacio-tiempo conocido por el hombre. Pero en su función de participante pasivo de los hechos, a Mortirmer le parecía un espectáculo digno de poner a prueba su fe, ya que hacía mucho que la razón lo había abandonado.

Aquella extraña mujer poseía una belleza singular, a pesar de su color mortecino y con su voz melodiosa le susurraba a Mortirmer frases capaces de ruborizar a la más vulgar de las libidos en varios kilómetros a la redonda. El seminarista sentía la sangre que fluía por sus orejas resecándose en su almohada y la imposibilidad de controlar un sólo músculo de su cuerpo seguía siendo motivo de su desesperación. Aquella mujer comenzó a cubrir su rostro con ósculos que dejaban marcas en su piel como si hierros candentes le acariciaran, pero el dolor no se hacía presente, dado que todo se hallaba concentrado en un miembro que no había dejado de estar erecto desde que empezara esta peculiar experiencia. Mortirmer se sentía cubierto por carne tibia que se apretaba cadenciosamente a su alrededor, incluso los movimientos espásmicos que manifestaba su cuerpo se habían acoplado al ritmo de aquella sensación. A aquel hombre dejó de importarle oponer resistencia, si bien ni el placer ni el dolor visitaron su cuerpo, a la vida misma poco se le hizo continuar habitando su cáscara.


(Continuará)

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