lunes, enero 19, 2009

Me gusta hacerlo a oscuras y con luz indirecta

Cómo imaginarte en brazos de otra persona, si apenas ayer me mirabas fijamente con ojos tiernos y destilando ese aura que te rodea de amor termal y de cantos de ángeles. Vaya sorpresa la mía cuando te encontré entregándote a otro menester. Cuando sus manos se hundìan en tu ropa para hacerte gemir y poner esa mirada de dolor perpetuo que pones cuando te excitas, mis sienes comenzaron a latir como si fueran a explotar. Tu cabello parecía una cascada de oro entre sus pantalones mientras tu boca se deleitaba con la más insignificante parte de su cuerpo. Me sorprendía mucho notar cómo le rogabas por más muestras de amor mientras te impelía violentamente, y tú sólo agradecías entre llanto y deleite. Jamás dejaste de ser encantadora, jamás dejaste de ser la niña indefensa a la que tantas ganas me daban siempre de abrzar. Y sin embargo dejaste muy claro que estabas a una gran distancia de mi alma ya.

Estaba ardiendo de celos mientras esas manos te recorrìan la piel de manera tosca y sin recato. Fue en ese momento que la furia no dejó cabida alguna a otro pensamiento que no fuera interrumpir el espectáculo. Sin saber cómo, tomé tu cuello y por un momento examiné su textura, tus lunares, tus comisuras, tu piel... te exploraba con la mirada hasta topar con tus ojos asustados. Tu labio inferior temblaba mientras tu nariz moqueaba un poco. Te observé embelesado, pero ni aún así estuve dispuesto a perdonarte. Aún llevo la sensación de la textura de tu piel en las yemas de mis dedos. Dejabas de ser mujer para volver a ser la niña desvalida, objeto de mis amores.

Pero fue demasiado tarde... Mi mano apretó tu garganta y la otra llevó tu cabeza a que se estrellara contra la pared. Mis brazos se convirtieron en cables eléctricos que te sacudían violentamente. Mientras mis ojos no se separaban de tu cuerpo desnudo y de todas tus texturas y colores. Lo peor fue cuando todo se tiñó de rojo. Con el caer de las primeras gotas de sangre, mi consciencia volvió a la calma.

Por eso te decía siempre que no me gustaba hacer el amor en un lugar con muchos espejos. Porque perdía la noción de identidad con los reflejos. Me llevaba la otredad a un punto que ninguno de los doctores me ha sabido explicar. Y tú con la urgencia de la carne no quisiste escuchar. Por eso me gusta hacerlo a oscuras y con luz indirecta. Por eso siempre generaba yo el ambiente... para no confundirme. Para poder concentrarme... en tí, en mí... en nosotros.

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